En las últimas décadas, muchas naciones de Iberoamérica han transitado un camino peligroso que va desde la descomposición social hasta la consolidación de estructuras de crimen organizado que operan con impunidad y, en muchos casos, en complicidad con las instituciones. Esta transformación no ocurre de la noche a la mañana. Es el resultado de dos fuerzas que, cuando se combinan, generan un cóctel devastador: la pobreza estructural y el afán del Estado por controlar la vida de las personas.
Cuando el hambre, la desesperanza y la falta de oportunidades se convierten en norma, las bandas criminales no tardan en aparecer con soluciones inmediatas: trabajo, dinero, protección. En barrios sin presencia estatal efectiva, los cárteles se vuelven la autoridad real, administrando justicia, imponiendo reglas y ofreciendo asistencia. Así, el narco ya no es solo un actor económico, sino un sustituto del Estado.
Este fenómeno se agrava cuando los gobiernos abrazan un modelo de hiperestatismo, en el que el Estado pretende regularlo todo: desde la economía hasta la moral, desde la educación hasta los vínculos personales. El resultado es una ciudadanía cada vez más dependiente, menos crítica y profundamente vulnerable. En lugar de empoderar a las personas, el Estado las infantiliza. Y mientras se distrae concentrando poder, pierde el control del territorio frente al avance del crimen organizado.
Paradójicamente, quienes más insisten en la expansión del Estado —los sectores progresistas y de izquierda— se niegan a reconocer la relación directa entre pobreza, control estatal y el auge del narcotráfico. No es casualidad. Admitirlo implicaría aceptar que sus propias recetas pueden haber facilitado la tragedia. Por eso, prefieren culpar al “neoliberalismo” o al “imperialismo” de todos los males, mientras justifican el delito como una forma de rebelión contra el sistema.
El caso venezolano es emblemático. Un país arrasado por el socialismo del siglo XXI donde el Cartel de los Soles, integrado por altos mandos militares, actúa como uno de los principales operadores del narcotráfico regional. ¿Qué dice la izquierda internacional al respecto? Silencio absoluto. O, peor aún, defensa del régimen bajo el disfraz de una supuesta lucha antiimperialista.
En Honduras, el expresidente Juan Orlando Hernández fue extraditado por vínculos con el narcotráfico. En México, vastas regiones son controladas por cárteles que deciden quién vive y quién muere. En Colombia, todavía hay quienes insisten en romantizar a las FARC, a pesar de su historial de secuestros, asesinatos y financiamiento con cocaína. Y en Chile, aunque todavía no somos un narcoestado, ya hay zonas tomadas por bandas extranjeras, delitos narco relacionados con la inmigración irregular y autoridades desbordadas por la situación.
El peligro es claro: un Estado débil, ideologizado y ensimismado en controlar a sus ciudadanos termina dependiendo del narco para mantener una falsa estabilidad. Y cuando esa línea se cruza, no hay marcha atrás. Las estructuras delictuales infiltran la política, financian campañas, cooptan jueces, corrompen policías y se convierten en poder fáctico. Ya no es el crimen contra el Estado. Es el crimen dentro del Estado.
Salir de este escenario exige más que buenas intenciones. Requiere restaurar el Estado de Derecho, fortalecer las instituciones, recuperar el monopolio de la fuerza y devolver a la ciudadanía su poder y responsabilidad. Y, sobre todo, exige un sinceramiento ideológico: reconocer que no es posible combatir el crimen si seguimos defendiendo discursos que lo justifican o lo niegan.
Si no se enfrenta con decisión, el narco no solo dominará las calles. También terminará gobernando desde los palacios.